martes, 22 de diciembre de 2015

Porque es Nochevieja


—Si no vais a molestaros en coger el teléfono, por lo menos podíais dejar de darle la paliza al abuelo y recoger todo esto, digo yo. No sé para que les traes nada antes de Reyes, Alfredo.
«Sí, dígame...
«…
«¡Papá! ¿Cuándo piensas venir a cenar? Sabes que desde la residencia hasta aquí tienes hora y media larga...
«…
«¿Ehhh? —¡Carlos!, baja la tele. Y tráeme un cigarro—. ¿Cómo que no puedes venir? ¿Vuelves a estar con lo del estómago? Hace una semana que no llamas, y anteayer te llamó María y le dijeron que habías salido a comprar tus dichosas pinturas...
«…
«¿Un billete? ¿Para quién?...
« ...
«Espera, espera,... no entiendo... Vamos a ver… ¿Por qué me haces esto, papá? No me importa que te vayas unos días en verano a esa vieja casa, aunque me preocupa que estés allí solo, sin teléfono, y mira que te he dicho veces que si quieres te regalo un móvil, pero otra cosa es que te den esas neuras por dejar a tu familia y largarte, así por las buenas y sin consultar. Total, ¿qué tienes allí que no sean esos cuadros que no quieres vender y esos recuerdos… que sólo te traen amargura?...
«…
«Ya papá, yo también la echo de menos, pero han pasado casi dos años, y hay que volver a la vida real...
«…
«¿Cómo que a qué vida real?...
«…
«¿Qué quieres decir con eso?... —¡Vosotros, me tenéis harto! Venga, a la cocina con las mujeres. Id contando las uvas—. ¿Es que hasta ahora no has vivido tu propia vida? ¿Cuál has vivido? ¿la nuestra?...
«…
«Pues a mí, eso de buscar la vida de la que hablas me parece una forma de huir y dejar en la estacada a la gente que te quiere, encerrándote en tu propio pasado...
«…
«¿Cómo que el billete no es para Luarca?... ¿Entonces a dónde...? —¡Bajar esa televisión de una santa vez, hombre! —... Espera... —No Alfredo, no es nada. Es tu consuegro, que ahora la da por la aventura—.
«…
«¡Vamos papá!, Eso está muy lejos y tú nunca has hecho otro viaje que no haya sido de aquí al pueblo… Además, no has visto un avión en tu vida…
«…
«Sí, ya sé que siempre hay una primera vez para todo, pero hay cosas para las que ya llegas tarde…
«…
«¡Pues tarde papá!, que ya no tienes edad. Ahora donde tienes que estar es con los tuyos… Te hemos buscado una residencia de lo mejor, con todos los cuidados y la libertad de un hotel, estás como Dios, y ya sabes que puedes venir a casa cuando quieras, a Úrsula no le molesta, te lo he dicho cientos de veces, que es ese carácter que tiene que parece que siempre te está recriminando algo, pero sabes que es muy puntillosa y necesita que todo esté como a ella le gusta. Y los chicos…
«…
«Vamos a ver…, entiendo que estés molesto por la discusión de Nochebuena…
«…
«Bueno, pues si no es por eso supongo que no pasa nada porque esperes un poco, ¿no? Ven esta noche a cenar y luego charlamos tranquilamente, como solíamos hacer, ¿vale?...
«…
«Puedo intentarlo, ¿no? Al fin y al cabo, creo que te conozco bastante bien...
«…
«¡Joder, papá, te juro que no te entiendo!... ¿Qué crees que vas a encontrar a tus setenta y cinco años?...
«…
«Ya… Por lo menos dime por qué precisamente esta noche...

 
Safe Creative #1512226077555

lunes, 7 de diciembre de 2015

Confidencias II


Desde tiempos inmemoriales, las crónicas del reino venían hablando de seres monstruosos, que aparecían especialmente en épocas de carestía, cubiertos de escamas por todo su cuerpo, con inmensas alas de murciélago que los desplazaban por el cielo mientras escupían su fuego asolando tierras y aldeas. Sin embargo, bien es cierto que nadie vivo presenció jamás uno de esos ataques ni se tuvo noticia de su aparición en región alguna.

Hasta el día de mi nacimiento.

Aquella brumosa noche de octubre todo el mundo vio la inconfundible silueta recortándose contra la luna, sobrevolando la cima de la Montaña Negra. Todo el mundo escuchó el terrible bramido que sacudió los montes y heló la sangre en las venas. Aquella noche también nació el augurio que unió mi destino al de la temible bestia y cuyo vaticinio era que, con la misma luna, veinticinco años después, daría con mi espada fin a su leyenda.

 
A lo largo de mi juventud me había acostumbrado, al igual que el resto de los habitantes del reino, a la esporádica presencia del dragón que, como si de una infernal ave de rapiña se tratase, mataba cabras y vacas, quemaba cosechas o aterrorizaba a los aldeanos, de modo que vivir con ese temor era algo que había pasado a formar parte de nuestra cotidianeidad. Por eso, el día que me dispuse a contraer matrimonio con la dama que, desde hacía ya tiempo hechizaba mi corazón, no caí en la cuenta de que falta tan sólo una luna para las trescientas predichas por el augur.

Por esa misma razón tampoco podía imaginar lo que iba a ocurrir el día que debería haber sido el más feliz de mi vida, cuando la bestia maldita, con gran estrépito y llamaradas, irrumpió en el castillo sembrando el caos. Nada pudimos hacer más que escondernos tras los gruesos muros y esperar a que su furia remitiese y se fuera por donde había venido. Pero fue entonces cuando descubrimos su verdadero objetivo, pues un enorme hueco, abierto con su cola en el lienzo de la torre, le había permitido llevarse a mi amada.


Aquella fue la última provocación, el comienzo de la guerra sin cuartel. De todo el reino fueron llamados los más aguerridos soldados, caballerizas y armería fueron puestas sobre aviso y, en menos de una semana habíamos reunido el mejor grupo armado que se podía conseguir. Sin más dilación, nos pusimos en marcha siguiendo las huellas que el paso del monstruo había dejado en los terrenos pantanosos que rodeaban nuestras tierras.

Sabíamos que la empresa no iba a ser nada fácil. Durante los cinco días que duró la travesía, las miasmas de los pantanos se cobraron varias víctimas entre los nuestros y, cuando llegamos a las estribaciones de la Montaña Negra, la sombra del desánimo, el desaliento y la duda pesaban mucho más que nuestras propias armaduras. 

Sin embargo, sería el ascenso lo más duro. La infernal criatura no sólo contaba con sus propios y poderosos recursos sino que además había creado, de alguna forma inexplicable para nuestro entendimiento, un complejo sistema de trampas y pruebas alrededor de su ya por naturaleza inexpugnable refugio. Durante un año entero todos los caballeros pusieron su empeño en superar aquel mortal laberinto, pero de nada sirvió tanto arrojo y perseverancia, pues uno a uno fueron cayendo, a pesar de las grandes promesas que mi padre hizo a quien lograse el objetivo.

No era yo, tan sólo adiestrado en justas y torneos, sin el acicate añadido por más de las gloriosas prebendas, el que mejor podía sobrevivir, pero quizás por la fuerza que me daba el profundo amor a mi dueña o por el capricho de un destino que, lejos de mi voluntad, ya estaba marcado, había llegado hasta allí, para enfrentarme solo a la bestia

Cien veces me acerqué a la muerte sin tocarla, hasta que llegué a conocer palmo a palmo aquella maldita montaña, cada una de las trampas y su paso franco, todas las pruebas y la forma de superarlas. Hasta que al fin, cuando ya mi armadura no era otra cosa que una escoria herrumbrosa y mis huesos bailaban en su interior, desposeídos de la carne que otrora daba lustre a un cuerpo envidiable, hallé la forma de superar el último obstáculo y presentar mi espada ante las fauces del dragón.

La lucha comenzó en notoria desigualdad, pero a medida que se desarrollaba, como si aquella extraña magia que me asistía no quisiera abandonarme en el último lance, las fuerzas de la bestia iban mermando, mientras que las mías recuperaban el terreno perdido y lograban, cuando la criatura se disponía a lanzar un último y desesperado ataque, asestar un mandoble mortal.

Entonces ocurrió algo inexplicable y que no pude por menos que atribuir al hechizo protector. Un coro de luces rojas y amarillas comenzó a girar vertiginosamente a mi alrededor mientras el cuerpo del dragón se desvanecía ante mi vista, para terminar en un estallido de miles de haces luminosos. Las fuerzas me abandonaron por completo, como si aquella hubiese sido la señal para que la magia también desapareciese, y mi cuerpo se desmadejó en el suelo de piedra. Sentía un intenso dolor en la mano derecha.

La oscuridad se adueñó de mi mente y lo último que vi, al resplandor de los postreros destellos, fue el rostro decrépito y suplicante de mi amada acurrucada en un rincón de la cueva. Después, el mundo desapareció.



Cuando desperté me hallaba en un lugar extraño, excesivamente iluminado. Estaba tumbado, cubierto por un tejido azul y rodeado de curiosos artilugios, luces, cables conectados a mi cuerpo y a unas botellas. A mi lado, un hombre y una mujer de aspecto no menos estrambótico, me acariciaban el antebrazo sonriendo mientras hablaban entre ellos.

Tuvieron que pasar varias semanas hasta que por fin comprendí todo.

Según me contaron, pasaba prácticamente las veinticuatro horas del día pegado a la pantalla de mi ordenador, completamente obsesionado con cierto videojuego de rol MMO de caballeros y dragones. Había descuidado mi higiene, estudios, vida social y a mi familia hasta puntos extremos. Mi cuarto era un cuchitril repleto de ropa extendida, novelas gráficas, restos de comida, vasos de cartón. Había dejado de ir a clase, no tenía amigos ni más relaciones que las que mantenía virtualmente con mis compañeros de juego. Había perdido mucho peso, se me caía el pelo, mi piel era blanquecina y mis ojos hundidos. Padecía de anemia y avitaminosis. Psicólogos y terapeutas barajaban una profunda depresión, trastornos de conducta, adicción a las nuevas tecnologías o incluso una incipiente anorexia.

Pero todo se precipitó el día de mi cumpleaños. Esa noche de octubre llevaba más de de doce horas frente a la pantalla, a punto de completar el juego, cuando un dolor intenso en los tendones de la mano derecha me hizo soltar el ratón. Quise levantarme de la silla pero entonces, una niebla oscura amortajó mi cerebro. Trastabillé, caí y lo siguiente que recuerdo es la cama del hospital. Según dijeron, una hipoglucemia, causada por exceso de horas sin ingerir alimento alguno, había desembocado en la pérdida de conocimiento.

Ahora, dos años después, mientras releo el Quijote a la sombra de un tilo, en los jardines del centro terapéutico, observo mi nueva vida, recuerdo mi pasado, y sé que el augur tenía razón: aquél era el último dragón… y yo el último caballero.
 
Safe Creative #1512075965911

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Pillando cacho

 
—Paso de meterme nada, — le dije al colega— que yo sólo he venido por las tías y la priva.

El Lucas tenía que llevarle un paquete al dueño del local y me dijo que le acompañara, que era un tío enrollado y seguro nos dejaría quedarnos por allí un rato, tomando algo por la cara o incluso pillando algo de coca.

El fiestón era de lujo y probablemente aquella noche se cerrasen un par de negocios. Sin embargo, yo estaba canino y no era cuestión de meter la nariz en el polvo para luego acabar enganchado, así que pedí un cubata y me acodé en la barra para estudiar el terreno.

Allí se estaba moviendo mucha pasta y tela de género, por lo que la mayoría de las tías que había eran profesionales. El resto venían de carabina, simplemente por curiosidad y a pasar la noche. Entre éstas era donde yo tenía que echar la caña.

Hacía casi un año que Merche me había dejado y desde entonces estaba en dique seco. No sólo por el sexo, sino porque vivíamos de gorra en el apartamento que sus padres tenían para alquilar y además yo me dedicaba a vender en el mercadillo la bisutería que hacía ella. Así que cuando se marchó me quedé colgado en todos los sentidos, sin chica, sin piso y sin curro.

Ahora vivíamos yo, el colega y otros dos en la portería donde él curraba, de extranjis por supuesto, pero nadie le decía nada porque hacía todas las ñapas de la comunidad sin cobrar. El colega era un colega con los colegas. Yo iba tirando con lo que sacaba de los repartos, pero vamos, para pagarme una gachí de esas ni por asomo, y las que lo hacían gratis, o estaban cogidas o no se iban a arrimar a un pozo de virtudes como yo, tan profundo que no había forma de ver ninguna.

Entonces la vi. Aunque parecía estar acompañada de otras dos chorbas, al rato me di cuenta de que únicamente estaba sentada junto a ellas. Apoyaba un brazo en el respaldo del asiento y de vez en cuando miraba hacia atrás, como esperando a alguien que nunca llegaba.

La tía era fea con avaricia. Su napia parecía sobresalir dos palmos de su cara y yo no podía apartar la vista de semejante protuberancia. Sin embargo, llevaba un vestidito de licra negro que se ajustaba perfectamente a un cuerpo trabajado y fibroso, complementario con el mío, abandonado y seboso. Una tía como aquella, presunta víctima de un plantón y sin demasiadas posibilidades de ligar, era el objetivo perfecto.

La experiencia me ha enseñado que no vale la pena andarse por las ramas, pues la intención esta clara en estos lances y si te van a dar calabazas, cuanto antes mejor, así no pierdes el tiempo. Así que allá me fui, como un kamikaze, a por todas.

—¡Hola, me llamo Rubén! ¿Puedo sentarme contigo?—En realidad no me llamo así, pero es un nombre que me gusta para ligar.

Ella me miró a los ojos como empanada, volvió a girar la cabeza buscando algo y, después de lo que me pareció demasiado tiempo para responder a una pregunta tan sencilla, me hizo un gesto con la cabeza hacia su lado derecho, lo que yo interpreté como la apertura de las chirriantes puertas del paraíso.

De cerca era todavía más fea, pero su sonrisa de Monna Lisa y el hecho de no quitar su brazo del respaldo mientras yo me sentaba, arreglaron lo que su cara estropeaba. Me sentí más seguro y me solté en una conversación más profunda, es decir, sobre los combinados que te gustan —un tema para entrar en materia—, sobre lo mal que me había sentido desde que Merche me dejara —aporta información sobre tu carácter sensible y al tiempo deja claro que no estás comprometido—, sobre las películas que has visto —demuestra tu fondo cultural—, sobre el trabajo que haces —vale con el que te gustaría hacer— y sobre el tipo de relación que buscas —siempre seria, por supuesto—, además de indagar sobre las mismas cuestiones en lo que a ella se refiere.

Dijo llamarse Gloria y poco más, pues toda su conversación se limitó a movimientos de cabeza y ligeras sonrisas mientras, de vez en cuando, seguía mirando de soslayo.

Estaba a punto de preguntarle acerca de su curiosidad por el entorno cuando, de repente, como si un resorte hubiese hecho saltar su mecanismo de juguete, clavó sus morros en los míos, agarrando mi cabeza con las dos manos como si fuese a comérsela.

Lo cierto es que aquel ímpetu me sorprendió bastante, pero no estaba allí para hacer un estudio psicológico, así que hice lo propio. Es decir, dejé como pude el alpiste sobre la mesa y me puse manos a la obra, porque si tenía que llevarme alguna sorpresa más, quería que por lo menos me cogiese con las manos en la masa.

Sin embargo, la sorpresa fue que, cuando lo primero que intenté amasar fueron sus tetas, ella me lo impidió con firmeza, pero como, acto seguido volvió a aplastarme las orejas, no desistí del empeño y bajé las manos a sus caderas para, lentamente, recorrer sus muslos hasta la rodilla. Ante esta nueva iniciativa, Gloria me dejó hacer y yo, con una erección del calibre 44, pasé a la cara interna y fui subiendo la caricia muy despacio, introduciendo mis dedos poco a poco hasta penetrar en la oscuridad de su minifalda, directo a la cueva del tesoro.

Iba ya mi corazón a todo galope por los verdes pastos del edén y, de repente, mi mano rozó algo que no debía estar allí. Algo duro, voluminoso.

Cuando estaba tratando de sopesar el asunto, voces autoritarias ladraron órdenes al otro lado del local, cerca de la puerta de entrada. Entonces, el lugar se llenó de madera, que empezó a dar leña a diestro y siniestro.
 
Todo pasó tan deprisa que yo todavía tenía la mano entre las piernas de Gloria cuando ella, descubriendo aquello que la falda ocultaba, extrajo de su funda el arma de reglamento.

— ¡Otra vez será, nene!—me dijo con un timbre de voz mucho más grave mientras con su mano izquierda se quitaba la peluca y gritaba: —¡Vamos, todo el mundo con las manos sobre la cabeza y contra la pared!—.

El resto de la noche lo pasamos en comisaría y aunque Gloria, que resultó ser Antonio, se disculpó conmigo y me invitó a un café de máquina, pasaría mucho tiempo hasta que volviese a intentar ligar en un local de alterne. El onanismo es más seguro.

Safe Creative #1511185815611

viernes, 6 de noviembre de 2015

El descubrimiento


Cuaderno de bitácora. Crucero estelar Homo, 12 de octubre de 2492.
 
Llevábamos más de cien años terrestres vagando por el vacío cósmico y habíamos perdido la esperanza de encontrar un mundo habitable. Cuando salimos, la situación en la Tierra era ya desesperada. Los recursos se agotaban, la capa de ozono desaparecía, la población mundial crecía de forma alarmante. Éramos conscientes de que quizás la madre Tierra ya no estuviese en condiciones de albergar a nuestra raza, y ésta se habría extinguido hacia tiempo, dejándonos solos en el universo como su último exponente. Era algo que nunca podríamos saber ya, pues el contacto se había perdido hacía muchos meses. Sin embargo, no podíamos hacer otra cosa. Era seguir, o morir en el intento.

Llevábamos más de cien años a la deriva por el espacio en busca de un hogar, como en un capullo latente. Manteniendo un control de natalidad que únicamente garantizase el reemplazo generacional y con los períodos de hibernación estipulados a fin de no sobrepasar el nivel de consumo energético. Viajábamos en tres naves: el Vita, un enorme carguero espacial que soportaba varios módulos con atmósfera artificial, en la que diversos ecosistemas generaban la producción necesaria para la vida; el Sensor, que albergaba todos los medios de transformación de la materia prima y el Homo, donde todos nosotros vivíamos y manteníamos la esperanza de encontrar una nueva casa.

Nadie de los que estábamos vivos habíamos conocido nuestro planeta madre y ya casi habíamos desistido de encontrar otro sitio, avanzando por los siglos a través del cosmos. Sin embargo, en nuestra nave, la vida también llegaba a su límite. Aunque la tecnología que habíamos desarrollado había alcanzado niveles sorprendentes y las más peligrosas enfermedades habían sido erradicadas aumentando la esperanza de vida, no habíamos podido hacer nada por disminuir unas necesidades que incluso iban en aumento. Sobre todo la más primigenia, la necesidad de reproducción, cercenada por la evidencia de nuestro limitado espacio y causa de una inquietud creciente que hacía estallar conflictos cada vez más difíciles de controlar.

Entonces fue cuando avistamos este nuevo mundo, y la esperanza renació. Nuestras sondas lo catalogaron inmediatamente dentro del nivel óptimo para el desarrollo de la vida, así que aterrizamos en una región favorable y la ocupamos en nombre de la raza humana. Estudiamos con minuciosidad el entorno, con todas sus especies vegetales y animales. Aquello era un edén, cinco veces más grande que nuestra vieja tierra, con dos terceras partes de su superficie cubiertas por el agua y una atmósfera estable, muy rica en todos los componentes propicios para la vida.

El creador nos había dado una segunda oportunidad y no podíamos desperdiciarla. En aquel último viaje se habían reunido una élite de científicos y pensadores cuidadosamente elegidos, porque no podíamos cometer los mismos errores que llevaron a la irreversible degradación de nuestro planeta y consecuente extinción de la humanidad. Ahora sabíamos lo que teníamos que hacer.

Seleccionamos la ubicación de forma concienzuda y establecimos nuestra primera comunidad buscando un perfecto equilibrio ecológico con el entorno. Una vez alcanzado el desarrollo sostenible de la colonia, nos vimos en disposición de comenzar la exploración del resto del territorio. Sabíamos que era un planeta muy extenso para los efectivos con que contábamos, pero ahora teníamos todo el tiempo del mundo. De nuestro nuevo mundo.

Ya en nuestras primeras expediciones descubrimos que no éramos la única especie inteligente del planeta. De hecho, había varias, a diferencia de nuestra Tierra, en la que únicamente el homo sapiens, con toda su variedad de razas, se alzaba con el título de manera contundente. En Nova, como habíamos bautizado a nuestra nueva casa, coexistían tres tipos dominantes. El primero de ellos ocupaba una extenso zona en el hemisferio norte, aunque totalmente delimitada y estable, ya que, mediante una curioso sistema de reproducción, cada individuo generaba uno nuevo al morir, manteniéndose, por tanto, su número constante. El segundo grupo era mucho más numeroso y se repartía por diversas localizaciones, aunque sus individuos no eran más que extensiones físicas de una única mente colectiva. La última especie era la más similar a lo que pudieron ser nuestros ancestros y se trataba de un grupo de cazadores-recolectores trashumantes que recorrían grandes espacios en su migraciones y que conformaban múltiples razas dependiendo de su origen geográfico.

De acuerdo con los principios de respeto que habían dado base a nuestra nueva filosofía y que se concretaban en los Estatutos Fundacionales, hicimos todo lo posible por coexistir de forma pacífica, tal como hasta ese momento habíamos hecho con el resto de seres vivos. Lamentablemente, no pudimos evitar que ciertos agentes patógenos propios de nuestra especie afectasen de forma letal a estas otras. Curiosamente, las más avanzadas tecnológicamente fueron también las más perjudicadas. Los Shee perdieron su facultad de clonarse al morir, a consecuencia de la enfermedad y terminaron por extinguirse. A los Bee, debido a su mente común, el virus les afectó como si de un solo organismo se tratase, extendiendo el mal entre ellos en una rápida metástasis que acabó con la especie.

Los Apes fueron los únicos que sobrevivieron y, con el tiempo, se adaptaron a nuestra presencia, dejando la trashumancia para sedentarizarse junto a nosotros. Hoy en día, completamente domesticados, forman parte esencial de nuestra economía realizando aquellas tareas demasiado arduas para el ser humano o como fiel compañero doméstico. Tan sólo algunas de sus razas más belicosas crearon ciertos problemas, pero rápidamente fueron controladas y sometidas.

Por eso ahora, en el primer Centenario del Descubrimiento, podemos decir que esta nueva Tierra nos pertenece por completo y nosotros, la especie elegida, y a mayor gloria de nuestro creador, cumpliremos nuestro destino, tal como hiciéramos en nuestro planeta madre.

Por eso ahora nos disponemos a partir de nuevo, con el fin de continuar nuestra búsqueda de nuevos mundos, de nuevas Tierras que descubrir e incorporar al glorioso Imperio de la Humanidad.
 
Pero… esta vez, no cometeremos los mismos errores.
 
Safe Creative #1511055720991

jueves, 29 de octubre de 2015

Premio "The Versatile Blogger Award"



Quiero agradecer las nominaciones que a este premio me han hecho mis compañeros:
 
José Carlos García en su blog "La burbuja literaria", de quien todavía he leído pocos relatos pero que ya puede contarme como a uno de sus fervientes seguidores pues despierta un buen rollo, buen hacer y compañerismo difícil de superar.
 
Ana Madrigal Muñoz en su blog "El crujir de la escarcha", de quien ya soy fan incondicional pues sus Grandes Relatos son una droga (blanda, por supuesto) de la que me considero adicto incurable.
 
Jorge Valín en su blog "Entre las brumas de Gallaecia", quien, igualmente, me atrapó desde el primer relato que le leí.
 
Todos ellos grandes escritores que merecen mi admiración, mi gratitud y vuestras visitas en su blog.
 
Este premio se otorga por la calidad de la escritura, la singularidad de los temas tratados, el nivel de amor que se muestra en las palabras que se escriben y la calidad de las fotografías. Sus reglas son las siguientes:
 
  • Reconocer a la persona que te nominó
  • Contar siete cosas sobre mí.
  • Nombrar otros Blog
  • Poner el logo del premio en tu Blog.
 
Así que manos a la obra:
Siete cosas sobre mí:
 
1. De pequeño era un despiste con patas. Mi profe de "Sociales" decía que siempre estaba en la higuera. Y ahí sigo. Se ve la vida de otra manera entre los higos.
 
2. Siempre me gustaron las ciencias y el cielo. Desde pequeño quería ser astronauta. De hecho, comencé a estudiar Ciencias Físicas. De mayor me enamoraron las letras. Nadie dice que sean incompatibles.
 
3. Me gusta el cine, el cómic, la literatura de todo género, la historia. No soy de ver televisión.
 
4. Se me da bien el dibujo y la pintura (o eso dicen) aunque lo tengo abandonado desde hace algunos años. Ahora me gustaría iniciarme un poco en la "pintura digital" (si tuviera tiempo, claro)
 
5. Soy gallego de nacimiento y amo esa tierra.
 
6. Mi frase favorita es "Vive como si fueras a morir mañana y aprende como si fueras a vivir siempre" (Gandhi)
 
7. Lo confieso, me he leído varias veces todas las novelas de "Viajes extraordinarios" de Julio Verne (bueno, casi todas)
 
Y ahora, mis nominaciones:
 
1. Alejandro Gallardo, por "De guionista a cuentista"
2. Ricardo Zamorano, por "Palabras narradas"
3. B.A. por "Mensaje de Arecibo"
4. Federico Rivolta por "Relatos oscuros"
5. Conxita Casamitjana por "Enredando con las letras"
6. Soledad Gutiérrez por "Pampiroladas"
7. Fritzy y Aldo por "Trébol de Izary"

A todos ellos, a los que nomino y a los que me han nominado, mi más sincera enhorabuena por su trabajo y muchísimas gracias por su acogida, su apoyo y sus cariñosas palabras.
 

viernes, 23 de octubre de 2015

Sizigia


Pleamar.

Bernardo «Pelapedras» vivía bajo una barca tumbada panza arriba en la playa de Area Gorda, la más protegida, la que queda entre el puerto y las rocas de Os Garfos. Tenía un perro llamado Humberto en recuerdo de no sé que primo de La Habana que un día varó por aquellas costas, como por casualidad, y se quedó a vivir con él hasta que una sirena sin corazón le robó el sentido. Fue entonces cuando dio la vuelta a la barca y mudó sus enseres de la cutre chabola que él mismo había construido al amparo de Os Garfos. A quien le preguntaba, solía decir que la mar ya no traía nada bueno, pero él seguía peinando las rocas de la playa, recogiendo los restos que las olas escupían como si fueran huesecillos del banquete de Saturno. Algún día encontraría algo de valor, algo que de verdad valiese la pena, y entonces compraría una nueva barca, y se iría a cazar sirenas aunque no supiera muy bien donde buscarlas. Bernardo no se había alejado nunca de la costa, de aquella costa; al fin y al cabo, él siempre había estado allí, como las rocas, como la arena; era la mar quien iba y venía, caprichosa, insolente, femenina, llevándose siempre aquello que antes había regalado.

Humberto, el perro, no siempre había sido Humberto. Como todo lo que hasta Bernardo había llegado, un día apareció en la playa, famélico, cansado, y Bernardo «Pelapedras» lo recogió en su barca-refugio. Después sabría por Xan que Humberto venía de ser Odín, uno de los perros más viejos de don Cosme, destinado al sacrificio pero que, sin embargo, una de aquellas noches había podido escapar a su fin y se había arrastrado hasta allí buscando algún que otro confiado molusco que llevarse a la boca.

El día que Bernardo «Pelapedras» encontró a Humberto-Odín en su playa, también descubrió a Xan encaramado a las rocas, dejando que la espuma le lavase los pies desnudos. Xan pasaba horas mirando al mar desde el promontorio de Os Garfos. Xan pasaba incluso días mirando al mar. Ahora había mareas vivas. Luna, Tierra y Sol estaban alineados, en sizigia. Xan no entendía de esto, pero si sabía que ahora la mar subiría más que nunca, tapando incluso las rocas donde se sentaba, para luego bajar hasta descubrir aquellos peligrosos bajíos que les daban nombre y temida fama. Xan sí sabía que era un tiempo en que las cosas opuestas se encontraban, como si el negro sólo fuese negro al pintarlo sobre blanco o como si el mal sólo fuese mal por ocultar el bien.

Bernardo «Pelapedras», envió razón a don Cosme por medio de Xan, muchacho por lo demás no muy espabilado, así que la razón, que había de ser una petición con toda cortesía para quedarse con el perro desahuciado, en la firme promesa de mantenerlo alejado de la casa, fue una especie de balbuceo nervioso que terminó por crispar los nervios de don Cosme, que optó por echar a patadas al recadero sin querer saber nada más, ni de él, ni de su mensaje.

Bajamar.

Don Cosme Garrido podía permitirse el lujo de no saber nada de nadie, o al menos de quien él considerase nadie. Don Cosme era de tierra adentro, productor y mejor catador de los buenos caldos orensanos, aquellos que habían labrado primero su fortuna y luego su hígado, o viceversa, aunque esto último no es muy demostrable dado que no parece un orden muy natural. El caso es que don Cosme tan sólo salía de su hacienda, sus viñas, su coto privado de caza, para pasar el verano en su residencia de la costa; aquella soberbia casona que dominaba el pueblo, el puerto, las playas, el mar, la vida. Don Cosme solía pasear diariamente después de comer, con sombrero y bastón, luciese el sol o estuviese nublado; si había viento se ponía un sombrero tejano sujeto al cuello con un cordón; lo que nunca hacía era pisar la arena de la playa pues él era un hombre de tierra adentro, aunque tuviese que dominar la mar de fuera para seguir siendo un hombre. Todas las tardes no, pero sí una de cada cinco, el paseo terminaba donde «la Milagritos». La fulana se hacía una serie de trabajos manuales de muy buena factura para regodeo de la vista y, de regalo, le limpiaba la escopeta, que aunque ya no estaba para muchas cacerías, sí podía pegar algún que otro tiro al plato.

Al volver de su paseo, uno de cada cinco atardeceres, don Cosme compraba queso y dulce de membrillo, no para su mujer, doña María Luisa, que no pudo o más bien no supo darle hijos, sino para sus tres gatos, que quería como si fuesen hijos. Algunos días reparaba en la mirada vacua de Xan, sentado en la pared del huerto de la casa de Fidalgo, donde había que buscarle cuando no estuviera en lo alto de las rocas de Os Garfos. Algún día, los de Fidalgo tendrían que hacer algo para que ese atolondrado dejase de frecuentar su pared. Para él, simplemente no era nadie, así que omitía su presencia y se dirigía a la joven Nina, que recogía berza vieja para los puercos al otro lado del muro.

Cuando Nina se irguió para enjugarse el sudor don Cosme ya estaba a su lado, calibrando sus curvas con ojo avaricioso. El hombre llevaba el traje de lino muy arrugado y dos manchas oscuras le afeaban las axilas. Nina lo miró con desprecio. Hacía tiempo que don Cosme iba detrás de ella, y tan sólo la salvaba de un ataque más directo el hecho de que siempre la veía después de haber descargado la escopeta donde «la Milagritos». «Mi Luisa necesita una mano más en casa, y se te pagará lo que conviene», le ofrecía don Cosme Garrido en cada una de las ocasiones, con un tono de voz y una actitud que venía a decir: «¡ Necesito meterte mano! Vente a mi casa y te pagaré incluso más que a “la Milagritos”». Cada una de esas veces, Nina buscaba a su madre con la mirada, disimulaba el asco que sentía y ensayaba una tímida excusa: «Tengo que hablar con mi madre, don Cosme, y quizás después del verano... »

Nina Fidalgo esperaba que ese verano no terminase nuca. Nina Fidalgo esperaba que a ese cerdo de don Cosme lo partiese un mal rayo. Nina Fidalgo esperaba que su madre, por una vez en su triste vida, dijese «¡no!» a la constante humillación. Nina Fidalgo esperaba que Solveig se la llevase lejos, por lo menos al otro lado del mar, de donde había venido el primo de Bernardo «Pelapedras». Cuando Nina Fidalgo vio a Xan subido en la pared, observándola con esos ojos lánguidos, un deseo apremiante surgió de algún recóndito lugar. «¡Xan, por favor, vete corriendo y avisa a Solveig! Dile que esta noche nos vemos donde siempre, bajo los hórreos».

La señora Filomena vio saltar a Xan desde la tapia. Algún día tendrían que hacer algo para que ese desdichado y bueno para nada dejase de olisquear a su hija como si fuera un zorro atraído por el culo de una gallina. Nina estaba hecha para otra vida, por mucho que ella quisiera cerrar los ojos. Don Cosme era un principio. Quizás sus intenciones no fuesen del todo honrosas, pero ella había tenido que hacer casi lo mismo para terminar con un muerto de hambre. Su hija, por lo menos, entraría en una casa rica y si se sabía camelar a don Cosme podía sacar mucho —todo el mundo conocía su debilidad por la niña, y de paso, su debilidad en otros asuntos íntimos que «la Milagritos» se encargaba de airear junto a su ropa interior—.

Pleamar.

Xan bajó por la calle embarrada directo a la cantina de Pepiño, la única del pueblo y de los alrededores, donde todo el mundo iba a comprar vino, licores, especias, chocolate, o a beber la mejor cerveza de la ría. Al llegar a los últimos hórreos, Xan atravesó un estrecho pasadizo que acumulaba todo el olor a pescado del puerto, ya sobre el malecón, y se introdujo por una puerta poco conocida.

En el fondo de su ser, Xan odiaba el papel de recadero, y este recado en particular cien veces más. ¿Por qué lo hacía entonces? Quizás la respuesta estuviera en los ojos claros de Nina, en la espuma de las grandes olas o en algún lugar de ese inmenso mundo que había tras el mar, de donde había venido Solveig. ¿Se podía admirar a un noruego de pelo encaracolado y gorra de fieltro que hubiera enamorado a tu mejor amiga?

Solveig Carlsson había llegado hacía algunos años en un gran ballenero noruego que tropezó con los escollos de Punta Gallosa. Cinco semanas tardaron en reparar los desperfectos. Cinco semanas bastaron a Solveig para hacerle olvidar la mar. Ahora tenía un pequeño taller en el que fabricaba objetos de madera labrada, recuerdos que periódicamente distribuía por las tiendas de «souvenirs» de la capital y que, junto con su gorra de fieltro y sus historias de batallas con inmensos cetáceos, era lo único que le quedaba de su pasado marinero. Solveig nunca quiso aclarar la razón de su retirada, pero todos intuían en ella el poderoso influjo de las faldas, o más bien de sus propietarias.

José Manteca, conocido por todos como Pepiño, vio entrar a Xan por la puerta del almacén con la intención de dirigirse a la escalera que daba al segundo piso. Conociendo la habilidad del chico para meter la pata, se interpuso en su camino y le retuvo por una oreja, indicándole que no era el momento indicado para molestar a nadie. Xan protestó pero una patada en el trasero en dirección a la puerta dilucidó la cuestión sin que el muchacho diese muestras de querer insistir.

Pepiño era el tabernero del puerto. En la guerra del 36 había luchado en el bando republicano, obteniendo como recompensa unos cuantos trozos de metralla y una cojera vitalicia con doble paga en el invierno. Antes de aquello, y después también, Pepiño había desempeñado multitud de oficios, como carpintero, mariscador, cestero, enterrador, arriero, hasta que un buen día, o malo según se mire, la metralla de su pierna cambió de posición y le dejó medio impedido por la cojera. Desde entonces, habitaba en la cantina como uno más de sus barriles, ajeno al mundo exterior, del que consideraba que tenía bastantes noticias por boca de su variopinta clientela.

La taberna de Pepiño, a esas horas de la noche, era como un rompeolas, como un centro de conjunción y oposición de ideas, caracteres, modos de vida, donde se daban cita gentes de la mar, gentes de tierra, ricos y pobres, fulanas y damas, contrabandistas y clérigos. En uno de los rincones, en torno a una vieja baraja, don Cosme, don Cayo —el practicante— y don Silvestre, el párroco de Santa Mariña, se sentaban casi a diario para poner orden en el mundo. Mientras don Cayo le preguntaba a Cosme Garrido el por qué de haber dejado a su viejo perro Odín en manos del desarrapado Pelapedras, tal como a él le había parecido ver esa mañana en la playa, el interpelado, casi ausente en toda la conversación, fijaba su mirada en la escalera que conducía al segundo piso.

Justo encima de las cabezas de los que jugaban la partida, unas pocas habitaciones daban cobijo a quienes conocían la discreción y flexible moral de Pepiño y eran azotados por el básico deseo carnal. Nadie sabía quien entraba y salía de aquellos cuartos, salvo que fuera la misma persona que accedía a su lujuriosa penumbra. En aquel momento, en el interior de una de ellas, la que daba al mar, Solveig el noruego y María Luisa Do Castro se entregaban a la pasión más desenfrenada que aquellas viejas paredes pudieran haber visto.

María Luisa Do Castro Goyanes había nacido en Santiago, en casa de buena familia. Nunca le había faltado de nada: Educación, saber estar, hermosura, personalidad y, por supuesto, buena posición. Una joya en bruto, mimada por la vida, que sin embargo también habría de someterse a los designios que marcan las conductas sociales. Casada con don Cosme a los diecisiete años por conveniencia familiar, había tenido que encerrar su vitalidad en la triste hacienda orensana durante diez largos años. Tiempo en el que su esposo se encargaría de machacar su juventud, su posición, sus ansias de volar. Años en los que María Luisa aprendió a callar, a sufrir con la luz apagada, a vivir en las cosas pequeñas, a trabajar en las cosas grandes. Tiempos que terminaron aquel día en que don Cosme decidió comprar la casona de la costa.

Bajamar.

Desde que Solveig conoció a María Luisa, el tierno y morboso placer que sentía junto a Nina tendría que demorarse antes de su consumación, pues un volcán ansioso por derramar su fuego solicitaba toda su energía y capacidad. Para la esposa de don Cosme, el ballenero noruego venía a ser la llave que abría su cuerpo a la vida y llenaba su espíritu de libertad. 

Cuando aquella noche, una figura envuelta en su capa salía por el pasadizo de los hórreos, don Silvestre atajó su paso con nerviosa decisión. Doña María Luisa, sobresaltada, descubrió su rostro y una pequeña sombra femenina, oculta bajo los graneros en espera de su amado, sintió como sus
sueños se perdían en el mar, mientras los del joven Xan, que también presenciaba la escena, encontraban nuevos derroteros por los que caminar.

Para don Silvestre, el consejo que aquella mujer necesitaba, aún a pesar de los deslices de su castidad, era pagado con la generosidad de su bolsillo y la dulzura de su voz tras la rejilla del confesionario. Hacía muchos años que el cura guiaba las almas de aquella parroquia con un criterio propio, muy distinto a las nuevas ideas progresistas que venían de Santiago, y esa alma en particular, tan devota y a la vez tan turbadora, necesitaba de su especial apoyo para salir de ese trance tan... desagradable cuando menos. Y ese apoyo, para ser de verdadera utilidad, había que prestarlo en el momento oportuno.

Cuando el párroco y doña María Luisa, cogidos del brazo, llegaban al camino que subía hasta la casona, Xan salía de casa de «la Milagritos». Don Silvestre miró con aversión hacia la cancela. La mujer que allí vivía en continuo pecado, ejerciendo su degenerada labor con todo descaro, sin el más mínimo respeto hacia su cuerpo o el alma de aquellos incautos aldeanos, no merecía siquiera su conmiseración. Y a ese desarrapado muchacho más le valdría buscar trabajos más nobles que los que venía desempeñando.

A «la Milagritos» también la conocían como «a virxe», según unos debido a su especial mano para recomponer, con hilo y aguja, virgos maltrechos de desconsoladas mozas o avispadas alcahuetas, según otros debido a su «especial», y no por cordial, relación con el cura párroco, y según la mayoría, el apelativo era la exclamación que los nuevos clientes proferían en cuanto la fulana se quitaba el sostén. El caso es que la mayor parte de la población masculina de los alrededores había compartido su lecho, todos muy agradecidos y con la sensación de haber logrado lo mejor de sí mismos. «La Milagritos» no dudaba en usar ese agradecimiento en su provecho, aparte del consabido pago por los servicios prestados, y algunas veces, sin dejar que fuese demasiado frecuente, también en el provecho de otros. Esa noche, igual que muchas otras, el bueno de Xan la había puesto al corriente de la vida del puerto y de algunas otras cosillas, mientras ella sofocaba, esta vez sin contraprestación monetaria, algo de su juvenil ardor. Xan no sería, sin embargo, su último cliente de aquella noche. Don Cosme, borracho como una cuba y como atendiendo una llamada de Lucifer, se presentaba ante su puerta un rato después.

Amanecía detrás de las últimas casas del pueblo. Bajo la lluvia, ante la verja de entrada de la gran casona, una muchacha encorvada esperaba que saliesen a recibirla. Nina Fidalgo no lloraba, pero la lluvia resbalaba por su rostro de piedra.

Los perros ladraban, y a don Cosme parecían querer estallarle los oídos bajo las mantas de su cama. Esa mañana no quería saber nada de nadie, y ningún otro día mientras no sanase cierta parte de su cuerpo, o al menos de su orgullo, malograda por el rabioso bocado que una furcia loca tuvo a mal obsequiarle en lo mejor de su éxtasis.

La mar ya rompía con fuerza contra las rocas de Os Garfos. En la playa de Areas Gordas, un viejo perro yacía muerto junto a unas redes de pesca, degollado. Cerca del mismo, un bote boca abajo y, recostado en su panza, un hombre malherido. Bernardo «Pelapedras» mantenía su mirada, cargada de odio, de desconsuelo, fija en el horizonte. «A Don Cosme nadie le roba los perros» había tenido que escuchar mientras llovían palos sobre sus costillas.

Sobre las rocas, Xan dejaba que las olas empaparan sus pies descalzos, una y otra vez, con terquedad, como si quisieran lavar sus pecados.

Pleamar.
 

 
Safe Creative #1510225600842

sábado, 10 de octubre de 2015

The kiosk


No había terminado el sacerdote de impartir las bendiciones, cuando ya estábamos corriendo iglesia abajo ante la atónica mirada de todos los invitados.

Salimos a la calle cogidos de la mano, mirando en todas direcciones, ella sujetando el vestido a la altura de las rodillas y yo intentando detener el tráfico para cruzar Newgate Street. Dos manzanas más allá encontramos el callejón Bishop y, al fondo, la providencial cabina roja.

Escasos centímetros para tanta premura, pero nos quitamos la ropa el uno al otro como en un acelerado show de striptease. Una enorme cantidad de gasa blanca nos envolvía como una nube y llenaba el espacio acristalado preservando nuestra intimidad. El cordón telefónico quiso amordazar nuestra ansiedad, pero ya no había nada que nos pudiese parar.

Embutidos en nuestras mallas de vivos colores, abandonamos la cabina y ascendimos al cielo londinense. 

¡Qué dura es la vida del superhéroe!
 
Safe Creative #1510105439203

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Sensus vitae

 
A los seis años, tres meses y doce días de vida se le cayó su primer diente de leche. Era el segundo incisivo superior izquierdo. Lo perdió casi sin enterarse, mientras roía un hueso de caña para sorber la médula. Su madre le había hablado de una antigua tradición familiar, por la cual, cuando se caía un diente, había que arrojarlo al mar mientras subía la marea, y si las olas no lo devolvían, cualquier deseo podía hacerse realidad. Claro que todos sus antepasados habían vivido en Luarca, en cambio, cuando él aún tenía todos los dientes bien amarrados, sus padres habían decidido emigrar a Madrid, donde todavía no se había inventado el mar. Lo que más se le acercaba eran las contaminadas aguas del río Manzanares, protegidas por una infranqueable barrera de coches asesinos lanzados a toda velocidad por autopistas que corrían paralelas al cauce. Dadas las circunstancias, Manuel tuvo que conformarse con el váter compartido del descansillo de la escalera como santuario privado para el ritual propiciatorio de su primer diente. Al fin y al cabo, por lo que él sabía, era la única ruta posible hacia el mar.

Otros tres dientes siguieron idéntico camino, pero como no viera cumplido su deseo, decidió cambiar de táctica. El primer colmillo no contó, porque se lo tragó accidentalmente y, aunque su destino fuera el mismo, se olvidó de formular la petición. Luego vino un premolar del lado inferior derecho y, en esta ocasión, lo dejó caer directamente en la boca de una alcantarilla después de introducirlo en una cáscara de nuez para que flotara. La idea se le ocurrió leyendo «El soldadito de plomo», aunque más tarde pensó que, igual que le ocurría al protagonista del cuento, su improvisado barquito podía llegar a ser menú de algún pez hambriento por lo que, a partir de entonces, tomó la precaución de erizarlo de alfileres.

La madre de Manuel murió dos meses antes de que éste cumpliera ocho años. Durante el velatorio se dio cuenta de que otro diente le bailaba en la encía a punto de caerse y se le ocurrió que quizá su madre si, como todos decían, estaba más cerca de Dios, pudiese pedir cosas más importantes, así que se lo arrancó de un tirón y lo dejó caer disimuladamente dentro del ataúd. Desde el cielo, ella podría dejarlo en el mar cuando quisiese.

Justo después del entierro, sus abuelos se lo llevaron a Peñafiel. A su padre no lo vio, pero le dijeron que, de momento, no podía hacerse cargo de él. Las tierras de secano de Valladolid, aunque llanas, no eran precisamente la «Mar Océana», sin embargo, Manuel tenía por que alegrarse, pues ahora podía contar con dos ríos. Uno de ellos era el Duero, inmenso y caudaloso, limpio, con personalidad, que a buen seguro encauzaría todas sus peticiones. Tres premolares siguieron su curso en sendos barquitos de madera.

Los dientes de leche siguieron cayendo pero Manuel no veía cumplido su deseo. Cierto día que se encontraba especialmente desilusionado, se atrevió a hablar de su secreto con su mejor amigo y éste, totalmente sorprendido ante el hecho de que su compañero no hubiese oído hablar en su vida del Ratoncito Pérez, quiso abrirle los ojos. Le contó que él ponía siempre sus dientes bajo la almohada, mientras dormía, y a la mañana siguiente, en su lugar encontraba la moneda que dejaba el ratoncito coleccionador de dientes. Manuel pensó que una peseta era mucho más que nada, por lo que esa noche se acostó sobre una enorme muela de tres raíces. Lo ocurrido, sin embargo, fue que pasó la noche en vela, hundido por el peso de la traición. Afortunadamente, con la primera claridad descubrió aliviado que su diente seguía allí. Puede que el ratoncito no hubiese pasado al verle despierto, pero en todo caso no quiso darle una segunda oportunidad, no fuese que, por una pocas monedas, perdiese la opción al gran premio.

Superada la etapa de crisis, Manuel retornó a su fe, y desde las ruinas de aquel castillo con forma de barco, que navegaba sobre los tejados de Peñafiel, juró fidelidad a su sueño. Por lo menos hasta que tuvo en sus manos el último diente de leche. El mismo diente que quiso regalar a su chica en prenda de amor, pero que ésta rechazó diciendo que le parecía una guarrería y que no quería volver a saber nada más de ninguna de las partes de su cuerpo, en conjunto o por separado; por lo que la mencionada pieza dental también embarcó en las riberas del Duero, con rumbo al mar, llevándose los postreros retazos de su niñez.

Tenía catorce años y una flamante dentadura completa cuando volvió a Madrid. Vivió con su padre en un cuartucho de Vallecas y cambió de trabajo muchas más veces que de camisa, consecuencia de ese talante inquieto e inconformista que, heredado de su madre, iba forjando su carácter. La vida pretendía enseñarle que la ilusión se pierde con la edad, pero una oportuna paliza de su padre mantuvo la magia cuando, al escupir una bocanada de sangre, descubrió un diente partido que tintineaba en el lavabo. Manuel comprendió la señal y esa noche dejó Madrid. Su padre nunca tuvo la ocasión de volver a pegarle y tampoco vio el diente que Manuel le había dejado bajo la almohada, con sus mejores deseos.

Una vida errante llevó a Manuel de una ciudad a otra, de un cuartucho a otro, de un trabajo a otro, dejando trozos de sí mismo en cada sitio pero sin llevarse nada como equipaje. Cada empleo que conseguía a duras penas le proporcionaba lo suficiente para sobrevivir y pagarse el viaje a un nuevo destino, a un nuevo cuartucho con una sola cama. Nunca dejaba nada que no mereciese la pena dejar, siempre habría delante un lugar que mereciese la pena buscar. Por el camino, dos fulminantes caries y cuatro metros de caída desde la plataforma de un andamio permitieron que su sueño navegase por grandes ríos, hacia un futuro desconocido que en cualquier momento podía traerle la felicidad.

Un día brumoso de otoño, el mismo día que, treinta y siete años antes, viniera al mundo, le sorprendió asomado a las aguas del Rhin, en Colonia. Pero entonces no tenía ningún diente que arrojar a la corriente para que llegase al mar, para que el mar se lo quedase para siempre. Aquella mañana en que cumplía treinta y siete años, Manuel no quería pensar en nada. No quería recordar el sueño en el que veía todos sus dientes de niño esparcidos por la arena, entre las algas sucias de la resaca. Manuel observaba las estelas que las gabarras de transporte dejaban en el centro del río. Y sentía miedo. Miedo al final. Manuel no viajaba hacia el mar. Sólo sus dientes. Sólo su esperanza, su ilusión. No su amargura, su miedo a la decepción. Aquella fría mañana otoñal sólo miraba las estelas en el agua, vacío, solo.

Durante muchos años mantuvo intacta el resto de su dentadura. Al principio no quería pensar demasiado en ello, pero a medida que pasaba el tiempo fue creciendo en su mente el tumor de la obsesión. Dejó de cepillarse los dientes y cualquier dolor de muelas le hacía recobrar la esperanza, se atiborraba de dulces y chocolate, fumaba un cigarro tras otro, usaba la dentadura para abrir las botellas de cerveza, machacaba nueces y piñones y compraba paquetes y paquetes de chicle americano. El esfuerzo dedicado a tal dejadez comenzó a dar sus frutos el año en que Manuel cumplía los cincuenta y cinco. Los problemas de integración social debidos al mal aliento dieron paso a las afecciones físicas provocadas por la deficiencia de calcio o el aumento del nivel de glucosa, pero lo mejor fue cuando empezaron a sangrarle las encías con frecuencia. El médico diagnosticó una piorrea muy avanzada y el Rhin acogió en su seno a un desarraigado premolar.

Fueron tiempos felices. Por lo menos perdía una pieza dental cada año. Consiguió empleo fijo en una fábrica de cerveza y se mudó a un edificio de doce plantas cercano al río, con un apartamento sólo para él, retrete privado, agua caliente y calefacción. Incluso compró un pez al que llamaba Rich y, al menos una vez por semana, iba al cine a ver un estreno.


Un día, cuando más cerca estaba de pensar que el mar le concedería su deseo, su vida cambió de nuevo. La reconversión industrial provocó el cierre de la fábrica y Manuel perdió su empleo. Una vez más, se encontró sin nada que ganar. Y sin nada que perder. Dejó de ir al cine, se fue del apartamento, sus últimas monedas fueron para comprar un bote de comida para peces. Después, Rich volvió al río.

Mientras tuvo energías y ánimo suficiente continuó peregrinando por caminos y riberas, de ciudad en ciudad, de río en río, viviendo de la beneficencia y buscando refugio en los albergues. Transcurridos dos inviernos, su sustento dependía de la caridad de los transeúntes, mantas y cartones eran su cama en los fríos callejones, y los pocos dientes que le quedaban hacían su travesía en botellas de vino. Sin llegar a saber muy bien cómo, su viaje terminó en Copenhague. Ciudad activa y cosmopolita, ancestral puerto de mercaderes, parecía un lugar tan bueno como cualquier otro para dejar que transcurriera el resto de su vida... cerca del mar.

Entre amplias plazas y animadas calles comerciales, ante las suntuosas puertas del Tívoli o en el acogedor vestíbulo de la Estación Central, Manuel consumía sus días. Pero bajo aquella capa de mugre, de alcohol y de olvido, aún latía un pulso. Un pulso que le empujó un día a caminar hasta el puerto, como si una postrera obligación le llevase a enfrentarse a su destino. Y allí, junto al mar, en un muelle solitario al atardecer, se encontró con algo que, así, sin más, hizo estallar su corazón y limpió su alma del miedo. Sus ojos vidriosos contemplaron una pequeña silueta, recortada contra el rojo sol de poniente, y aquella imagen al final del camino dio cuerpo a su fe.

Los turistas mostraban una tierna curiosidad por aquel vagabundo que parecía una grotesca figura de cera en el borde del muelle. Algunos atrevidos incluso le preguntaban el motivo de su extasiada y estática sonrisa. Manuel contestaba que todavía le quedaba un diente y cuando éste se le cayera, pensaba ponerlo a los pies de La Sirenita, porque sabía que ella nunca dejaría que el mar lo devolviese. Quienes le escuchaban, le miraban con indulgencia, le daban alguna moneda y se volvían para hacerse una foto junto a la pequeña escultura, símbolo de la ciudad, que miraba al horizonte sentada sobre una roca.
 
 
Safe Creative #1509235222298

jueves, 10 de septiembre de 2015

Cruz Silveira 2. Cuervos


 
La imponente verja de entrada recibía al visitante con un emblema forjado entre sus barrotes: dos cuervos enfrentados, en el interior de un óculo, custodiando una «D» y una «S» entrelazadas.
 
Cruz Silveira eligió una noche de luna nueva y, aunque la casona no escondía secretos para él, su meticulosidad le obligaba a tomar todas las precauciones posibles antes de meterse en la boca del lobo. A fin de cuentas, en su oficio, un pequeño error podía pagarse con una estancia ilimitada entre rejas… o en una caja de pino. Su mano derecha sostenía «la herramienta» mientras que, con la izquierda, tanteaba el muro en busca del pequeño acceso que existía junto a la boca de entrada del canal de riego, por donde el jardinero entraba y salía cada vez que tenía que limpiar el conducto, evitando así tener que dar el rodeo por la entrada principal. Aquella portilla, cerrada con un candado y cubierta de maleza, raramente era vigilada por unos esbirros de gatillo fácil y escasa imaginación.

Al abrigo de palmas y buganvillas, Cruz se deslizó hasta el jardín posterior, desde donde la perfecta ubicación de la propiedad, en uno de los barrios más lujosos de São Paulo, permitía una espectacular vista nocturna de la ciudad. Vadeó con sigilo pasillos y zaguanes hasta llegar al dormitorio que buscaba. La puerta estaba entreabierta y el interior oscuro. Como había previsto y como delataban las voces que provenían del piso inferior, los habitantes de la casa aún estaban disfrutando de la cena, por lo que él tenía tiempo suficiente para ocultarse allí donde sabía que podría quedarse incluso toda la noche sin ser visto.

Permaneció inmóvil más de una hora hasta que la luz del dormitorio se encendió y una mujer joven, de negra melena ensortijada, entró en él. Cruz Silveira, un hombre capaz de controlar su frecuencia cardíaca, notó como su corazón, instigado por recuerdos lejanos, pretendía revelarse. Unos zapatos de tacón se quedaron custodiando la puerta y ella se acercó a una vieja gramola mientras bajaba la cremallera del vestido que, fiel vasallo de su hermosura, se puso de inmediato a sus pies. La voz de Olga Guillot comenzó a sonar en el aparato y el bustier de encaje, privilegiado por un contacto más íntimo, quiso prolongar su reverencia deteniéndose un instante en su voluptuosidad. Los compases del bolero cantaron al desamor y los últimos guardianes de su piel dejaron a regañadientes que Cruz contemplase por primera vez, antes de verlo desaparecer por la puerta del baño, aquel cuerpo desnudo que tantas otras imaginó.

El sonido del agua en la bañera acompañando a la melodía, el perfume de aquella habitación, dejaron penetrar recuerdos que Cruz Silveira había venido a enterrar.

A Don Diego Sousa le debía una vida, la suya, aunque durante varios años le pagó con la de otros. El Argentino le había llevado hasta él después de aquel asunto de Copacabana, cuando no era más que un limpiabotas que había matado a tiros a un importante capo del narco. Con aquella muerte, Cruz creía haber cumplido su destino, pero la suerte le tenía reservada una nueva vida cuando uno de los escoltas del mafioso, que debía su lealtad a otro dueño, no sólo no mató al mocoso que se había atrevido a disparar contra su supuesto jefe, sino que lo llevó a presencia de quien le pagaba. Diego Sousa había conseguido infiltrar a El Argentino entre los hombres de confianza del narco, alertado por un soplo sobre su intención de introducirse en el negocio de las armas. Porque una cosa era respetar el «alto el fuego» pactado entre las bandas y otra, muy distinta, era permitir una posible incursión en terreno propio. Por eso, cuando su hombre le presentó al muchacho y le informó de lo ocurrido, se le plantearon dos opciones. La primera de ellas era devolverlo a la calle y dejar que la Policía Federal encontrase los indicios suficientes para descartar la guerra de bandas, resolviendo el caso como una venganza por motivos personales. La segunda alternativa consistía en echar mano de los contactos en superintendencia para que el tema no salpicara a los intereses de la hacienda Sousa y tomar bajo su protección al «meninho». Chavales como él, dispuestos a matar por unos reales, había a patadas en las «villas miseria», pero que lo ejecutaran con esa frialdad y eficacia demostraba aptitudes que valía la pena potenciar. Y así fue como Cruz Silveira cambió el correccional por una de las mejores haciendas de São Paulo. «Tendrás todo lo que quieras como si fueras mi hijo —le dijo en cierta ocasión Don Diego—, lo único que tienes que hacer es no decirme nunca que no»

Aquellas palabras resonaban ahora en sus oídos mientras escuchaba como la mujer cerraba el grifo de la bañera y se introducía en el agua tibia. Ciertamente tuvo lo que quiso, como si del mismo hijo de Sousa se tratase. Sin embargo, Cruz no había cumplido los dieciocho años y ya había tenido varias ocasiones para demostrar su lealtad, haciendo que otros pagaran con su vida por haberla traicionado, mientras que Salvador Sousa, de carácter pusilánime y retraído, no había tocado un arma en su vida, ajeno a los negocios de su padre. Y fue precisamente aquella diferencia, contrariamente a lo que podría esperarse, lo que acercó a los dos muchachos. Salvador vio en Cruz al superviviente nato, a alguien que podría comerse el mundo y escupir el hueso a la cara de su creador. Cruz vio en Salvador a un ser frágil, sin espíritu, joven arbusto que nunca sería árbol a la sombra de su padre, sino más bien hombre de paja, destinado a evitar con su cuerpo la rapiña de los cuervos, y eso no hacía más que recordarle a sus hermanos, víctimas del sistema en las «fabelas» de Río. De ahí que ambos se fueran uniendo, fabricando una simbiosis perfecta.

Todo cambió el día que llegó Roxanne.

Hija de una de las hermanas de Don Diego y de un ingeniero alemán, había vivido sus veintidós años a caballo entre dos continentes, hasta que sus padres murieron en un accidente de tráfico y su tío se hizo cargo de ella, incorporándola a la vida de la hacienda. Una arrolladora belleza la acompañaba y el hecho de que los dos jóvenes se enamorasen de ella era lo más previsible, además de algo que Don Diego no pasó por alto. Partidario, a priori, de buscar una posible alianza matrimonial con alguna poderosa familia, no se veía capaz, sin embargo, de truncar los sueños de su ojito derecho, por lo que, no sólo prohibió a Cruz cualquier tipo de tonteo con su sobrina, sino que le pidió expresamente que ayudase en el cortejo a su retraído hijo. El proceso al que aquella intervención dio lugar creó un peculiar triángulo amoroso. Cruz Silveira, obsesionado por un deseo que nunca podría satisfacer y encadenado por la lealtad a quien debía la vida, volcó toda su energía en el empeño, como si el conseguir el amor de Roxanne para Salvador fuese como lograrlo para sí mismo. Así, a través del insulso joven, le habló sin palabras, la besó sin rozar sus labios, le hizo el amor sin tocar su piel, tal como el Cyrano de Rostand hiciera con su propia Roxanne.

Cuando el día de la boda, Cruz besó a la novia, lo hizo con tal pasión que una sensación incómoda veló la celebración. Roxanne se sintió sorprendida por un sentimiento que achacó a la ebriedad del momento. Salvador no mostró ninguna emoción, pero notó una punzada en el pecho, como el atisbo de una traición.

Los años siguientes fueron extraños. Aunque Cruz siempre mantuvo una cordial amistad con Roxanne, nunca dejó traslucir su verdadero sentir, quizás debido a una vieja lealtad o tal vez por orgullo personal. Sin embargo, en Salvador fue creciendo la ponzoña de la envidia, del resentimiento. Su carácter, ya de por sí reservado, se volvió huraño, y mientras comenzaba a familiarizarse con los oscuros entresijos del negocio familiar, se tornó despótico y celoso de su intimidad matrimonial. Don Diego Sousa fue dejando poco a poco, hasta los más turbios asuntos en manos de su hijo, y éste, sintiéndose con el control y ebrio de un poder que le venía demasiado grande, hizo todo lo que estuvo en su mano para alejar a su esposa de una relación que siempre consideró adúltera. Los servicios de Cruz eran cada vez más peligrosos e imbuidos de una crueldad que sólo podía mostrar alguien con un código personal distorsionado, que nunca había vivido de cerca la muerte ni podía comprender a quien había hecho de ella su profesión.

Todo culminó la noche en que Cruz fue enviado a cerrar una venta cerca del río y apareció “La Federal”. El problema no fue tanto la presencia policial en sí, como el «fortuito» disparo del arma que desencadenó el tiroteo que acabó en matanza. La unión de ambos hechos mostraba a las claras, no ya la intención de reventar la operación, sino también la de aprovechar el caos para librarse de algún elemento incómodo sin provocar la sospecha de una limpieza interna, siempre una mala publicidad. Cruz Silveira fue dado por muerto, desaparecido en las aguas del Tieté. Por lo menos así le fue comunicado al Señor Sousa. En realidad había sobrevivido y abandonado São Paulo, considerándose a sí mismo, después de lo sucedido, liberado de su contrato de fidelidad al viejo Sousa.

Cinco años después, estaba en aquel dormitorio, escuchando en la gramola un bolero de Olga Guillot que Roxanne canturreaba en la bañera, imaginando cómo la esponja recorría su piel desnuda. Cruz Silveira sabía que aquel beso el día de la boda y el instante en que ahora se encontraba estaban conectados por una delgada pero inquebrantable línea, y ahora, de alguna manera, iba a terminar lo que allí había comenzado.

Estaba en medio de esas cavilaciones cuando entró Salvador Sousa en la habitación, con deambular errático, como el de alguien que ha bebido alguna copa de más. Cruz retrocedió para quedar totalmente oculto.

Mientras Salvador desabrochaba su camisa con dedos torpes e intentaba, frente al espejo, desanudar su corbata, se percató de un movimiento extraño a su espalda. Cuando se giró, únicamente tuvo tiempo de pronunciar, incrédulo, el nombre de quien le encañonaba. Dos balas salieron raudas de la boquilla silenciadora del arma. Una de ellas atravesó su corazón e impactó en el espejo. La otra se clavó en su frente.

Su cuerpo, en el rostro fija la expresión atónita, se desmadejó sobre la alfombra, como un hombre de paja descolgado de su madero.

Aunque torpe remedo de lo que había sido su padre, Salvador Sousa llevaba camino de convertirse en uno de los capos con más poder en el negocio de las armas. Pero además, sus incursiones en otros asuntos, como el robo de cargas, las extorsiones o el narcotráfico, aquello que siempre había tratado de evitar Don Diego, era algo que no podían permitir las bandas rivales, por lo que decidieron tomar medidas radicales antes de que fuera demasiado tarde. Cruz Silveira fue el hombre elegido para el trabajo. El único que podía llevarlo a cabo.

Atento a cualquier sonido, se acercó al cadáver. Llamó su atención el prendedor de la corbata, adornado con el emblema de la casa, dos cuervos enfrentados, en el interior de un óculo, custodiando una «D» y una «S» entrelazadas. Por alguna extraña asociación, le vino a la memoria una frase que Don Diego Sousa pronunciaba cada vez que reprendía a su hijo: «Cría cuervos… y te sacarán los ojos». Guardó «la herramienta» y se dirigió a la puerta del baño. A través de la abertura podía ver al fondo los grifos dorados y la bañera de hierro fundido, y de espaldas a él, la nuca de Roxanne apoyada en el borde, los rizos de su pelo azabache goteando agua en el piso de madera.

Se marchó reprimiendo un deseo. A fin de cuentas, no estaba allí por placer, sino por trabajo.

 
 Relatos anteriores de Cruz Silveira: Tiburones

Safe Creative #1509095131594

lunes, 17 de agosto de 2015

Billete de vuelta

 

A Malena le gustaba imaginar historias.

No es que su trabajo en el mostrador de Aerolíneas tuviese demasiados alicientes, pero al menos contaba con la ventaja —o así se había acostumbrado a verlo ella— del breve contacto, escueto y rutinario, que continuamente mantenía con cientos de personas tan diferentes, cuyo común denominador era el hecho de estar a punto de iniciar, quizás para ellas, un monótono viaje pero que a Malena se le antojaba la más excitante de las odiseas.

 
A sus cuarenta y tres años de edad, con tres hijos a cuestas y un apático marido, administrador de una empresa de reformas del hogar, aún no se resignaba a asumir su papel en una cómoda y prefabricada vida, aunque de momento sólo pudiese proyectar sus sueños en las maletas de somnolientos viajeros que partían hacia insospechados y exóticos destinos.

Ante ella se presentaba ahora una pareja, a todas luces recién casados, dispuestos a tomar un poco estimulante vuelo a Santo Domingo; pero tras ellos esperaba un hombre joven de aspecto mucho más interesante, con zamarra azul oscura de cuello erguido y un par de viejas maletas en el carro portaequipajes.

El rostro curtido de aquel hombre parecía transpirar determinación, y hasta Malena llegó el aroma de lo que su mente viajera identificó al instante como la indómita pasión por la aventura. Unos ojos de un verde añejo parecieron escuchar sus pensamientos y se fijaron en ella de un modo intenso y halagador.
                                                            - oOo -

La mirada cálida y penetrante de aquellos ojos oscuros combinada con una agradable sonrisa de protocolo tuvieron en Álvaro un efecto relajante, evocador, que lo llevó en décimas de segundo a unos días atrás, cuando su mundo se volvió del revés para enseñarle la cara de un destino que no había visto hasta ese momento con la misma nitidez con que veía esos bonitos ojos negros de la encargada de billetería, y mientras esperaba su turno aún tuvo tiempo para retroceder mentalmente más lejos en el tiempo.


Tenía diecinueve años cuando emigró.

Parecía tan lejana aquella excitante y soleada mañana de junio en el puerto de Vigo, cuando embarcó en el vapor «Tucumán», llevando en el bolsillo la «carta de llamada y el permiso de desembarque que su tío Alberto le mandara desde Buenos Aires.

Cuando papá murió y sus hermanos —los que quedaban en casa— buscaron su propia vida, Álvaro tomó plena conciencia, quizá por primera vez, de que le quedaban pocas opciones. Mamá ya no estaba para muchos trotes, y el pago de los arriendos se ponía cada vez más cuesta arriba. Trabajar unas míseras parcelas con la única compañía de su madre se convertía en una perspectiva poco halagüeña para un joven de su edad.

Por eso escribió a su tío y, unos meses más tarde compraba, con lo único que su padre le había dejado y lo que sacó de vender las cuatro vacas y los cerdos, un billete de ida.

Sabía que no hacía otra cosa que no hubieran hecho tantos gallegos antes que él: sacaba un pasaje hacia una nueva vida. La gente de allá decía que las cosas estaban difíciles, que no daban los duros a pesetas, pero él era fuerte, voluntarioso, con ansias de aventura. Trabajaría en lo que hiciera falta, y podría enviarle dinero a su madre, y algún día, ella podría ir junto a él, para vivir el resto de su vejez sin tener que doblar la espalda para desgarrar una tierra, empapada por la lluvia, que ni siquiera le pertenecía. Serían libres los dos. Él llevaría a cabo el sueño que su padre nunca se atrevió a materializar.

Cuando llegó a Buenos Aires, su tío le estaba esperando en el puerto para conducirle a casa. De camino le habló de los peligros de «La América», del ahorro, de la política, del bar. Álvaro escuchaba sin entender, mientras sus ojos se abrían al máximo intentando abarcar la inmensidad de cuanto veía, deslumbrado, aturdido por aquel mundo tan distinto de la tranquilidad de sus valles.

Allá todo, absolutamente todo, era muy diferente. Le parecía haber caído dentro de un torbellino que no le dejaba orientarse y que le alejaba cada vez más de su origen. Durante unos meses trabajó con su tío, en el bar, compartiendo también su casa y su familia. El día que libraba se iba al puerto, a escuchar a las gaviotas y a los barcos —pensando que parecía mentira que hubiese tenido que cruzarlo para ver por primera vez el mar—, o paseaba por los numerosos parques porteños, lejos de la algarabía de las grandes avenidas.

Algunos días, su primo lo llevaba por Corrientes a tomar unos chatos, o a ver una película al cine Gloria. Julio era unos años más joven, pero sabía moverse en el «subte», hablaba de fútbol como nadie, conocía calles y garitos desde Colón a Entre Ríos y, en fin, era de Buenos Aires. Él, en cambio, seguía siendo de la aldea a pesar de tener un trabajo con horario fijo, de ponerse ropa limpia y zapatos casi todos los días, de caminar por aceras enlosadas o de subir en el tranvía.

Un buen día se levantó decidido a sacudirse la «morriña». Dejó el bar de su tío y se marchó. Trabajó en las calles de Caracas como vendedor ambulante, y en los pozos de petróleo. Viajó por los llanos representando a una fábrica de tejidos.

Y conoció a María.

Juntos volvieron a Buenos Aires, a una pensión de Chacabuco y a un trabajo regular.

Fue como dejar que se posase de nuevo el polvo de los recuerdos. Álvaro había intentado por todos los medios hacerse a las nuevas tierras, pero lo cierto es que, desde que regresaron a la capital del Plata no dejaba de ir varias veces en la semana al Centro Gallego. María lo había amado con pasión mientras patearon la pampa, e incluso ahora que tenían una vida mucho más estable, ese amor no había disminuido un ápice. Sin embargo, se daba cuenta de que siempre tendría que compartirlo con esa añoranza, esa melancolía que acompañaba a su hombre como una sombra.

El carácter de María, directo y abierto, dulce e inflexible al mismo tiempo, hizo las veces de chispa en el polvorín que llenaba la mente de Álvaro, provocando conscientemente la ruptura de las fuerzas que mantenían atado su espíritu. Poco a poco, Álvaro llegó a ver en su escapada de Buenos Aires, años atrás, la tímida y secreta ilusión de encontrar los valles que le transportaran al otro lado del mar, de oír en los lejanos ecos de las montañas el suave lamento de las gaitas, de sentir que, de alguna manera, seguía estando en casa.

Con el tiempo, en la balanza de su vida, la aventura y el futuro fueron bajando en el plato mientras que subían los recuerdos, la añoranza de algo que no se resignaba a perder sino que, muy al contrario, parecía atenazar su alma con más fuerza cada día.

Hasta que ya no pudo más.

Intentó convencer a María para que volviese con él pero ella le hizo ver, como siempre con su visión tan clara, que ello no haría más que invertir los papeles. Le confesó que no quería que se fuera, pero que tampoco se lo impediría. Álvaro supo que así era.

Dejar a María fue lo más duro, aunque últimamente estaban un poco distanciados. En cualquier caso la decisión estaba tomada y si algo lamentaba era haber esperado tanto. María no fue a despedirle al aeropuerto. Álvaro apartó su imagen de la mente y recordó las últimas cartas de su madre. A ella tampoco había conseguido nunca convencerla para cruzar el charco y reunirse con él. Era como si todos hubiesen tenido siempre razón salvo él. Miró hacia delante y pensó en su vuelta a casa, de nuevo con un billete de ida.

 
—Buenos días, señorita. ¿Tiene un billete a nombre de Álvaro Ponte?... Un billete de vuelta.

—Un momento, por favor —contestó ella con amabilidad mientras tecleaba en su terminal—. Álvaro Ponte, sí, aquí está... Pero su billete es sólo de ida. Si quiere reservar la vuelta puede hacerlo ahora o bien cuando usted desee...

—Sí, sí, perdone; es que para mí, éste es un billete de vuelta.

—Aquí tiene. Compruebe sus datos y pase a facturar sus maletas en los tres últimos mostradores. Que tenga un feliz viaje.

—Muchas gracias, y usted que tenga un buen día.

Echó un último vistazo a esos cálidos ojos oscuros y creyó ver en ellos un atisbo de complicidad, como el que sintiera en la mirada de María meses atrás, justo antes de su separación.


Cuando volvió a ver desde el aire esos campos añorados de su niñez, un escalofrío recorrió su cuerpo de arriba abajo varias veces y unas intensas ganas de llorar inundaron su alma de forma irrefrenable. El día era brumoso, como él siempre recordaba, y las calles de Santiago en aquel atardecer, reflejaban las luces doradas de los faroles mientras las gentes paseaban tranquilamente al cobijo de los soportales. Estuvo varias horas caminando bajo el «orballo», empapándose de nostalgia antes de decidirse a tomar un taxi que le llevase hasta su vieja casa del interior de Lugo, donde le esperaba su madre, su pasado, su identidad.

Aquellos primeros días de regreso al hogar fueron para él como una especie de ensoñación. Se fijaba en todos los rincones de la casa y se quedaba embobado, como si quisiera absorber de ellos todo lo que de su propia vida tenían, para recuperar los años de ausencia. Paseaba y visitaba sitios que en su vida había visto, como si estuviese descubriendo un mundo que siempre había tenido delante y nunca se había decidido a conocer en profundidad. Pasaba horas charlando con su madre o con sus vecinos, contándose recíprocas historias de tiempos pasados. Incluso alquiló un pequeño coche y se dedicó a recorrer las tierras de la costa.

Sin embargo, también anidaba en su alma otra sensación que no quería dejar salir, como si tuviese miedo a enfrentarse a ella. Muchas veces, cuando se relajaba y dejaba que su mente vagase, no podía evitar que volviese a otros recuerdos. Era como si, al dejar una vez sus amadas tierras y su hogar para buscar la aventura y la fortuna, hubiese vendido parte de su alma al diablo y éste quisiera cobrársela ahora injertando en ella la eterna inquietud que le impediría descansar en ningún lugar del mundo. Tenía la angustiosa sensación de haber perdido sus raíces.

De alguna manera, al haber conocido otros mundos, otras gentes y, sobre todo, a María, se había hecho un hueco en su corazón para albergar todo aquello, traicionando así a su propio mundo de origen, el que siempre debía haber llenado todo el espacio pero que, en un momento dado, también le traicionó a él, dejando que se abriera esa grieta por donde entró esa vida forastera.

A los pocos meses, como si con ello la vida quisiera darle la razón, su madre se rindió a la lucha que desde hacía algún tiempo mantenía con la enfermedad, la soledad y la melancolía. Unos días antes tío Alberto había escrito una carta interesándose por la salud de su cuñada y en ella le contaba asimismo que quería ampliar el negocio con un local en el nuevo centro comercial, donde María seguía trabajando de relaciones públicas.

Ahora, al pie de la lápida, bajo la mansa lluvia de agosto, Álvaro volvía a los cafés de Constitución junto a María, a la vieja gramola tocando los tangos de Gardel, al mate cocido con vino y limón, al evocador sonido del mar y los barcos en el inmenso puerto de Buenos Aires. Ahora, al pie de aquella fría lápida que se cerraba inexorablemente, sabía que, junto a su madre, estaba enterrando lo que quedaba de su pasado.

Vendió la casa. Se despidió de su gente. Hizo las paces con el diablo. Recogió sus recuerdos personales y los guardó en una vieja maleta de cuero; una maleta que le acompañaría a donde fuera, como parte de sí mismo, pero que jamás le impediría vivir su propia vida en una tierra distinta, que aprendería a conocer y, por que no, a querer.


Guardó el billete en el bolsillo de su zamarra, empujó el carro del equipaje con decisión y se dispuso a facturarlo en el que sería su último viaje trasatlántico. Destino: Buenos Aires.

                                                            - oOo -

Allá va —pensó Malena—. A saber que mundo de aventuras y correrías le esperan. Creo que algún día yo también dejaré todo esto y me iré.

Algún día.

 
Safe Creative #1508174898403